Diario de un Niño Migrante
La policía estaba detrás de nosotros. Divisé tres patrullas, pero podrían haber sido más: todas tenían las sirenas encendidas; aunque no les pude ver la cara, sentí su odio desmedido. Tuve muchísimo miedo en ese momento; era como si estuviera ocurriendo de nuevo, nos atraparían otra vez. Todas aquellas imágenes volvían a mi cabeza: el horror, el miedo, los llantos, todo parecía repetirse como si se tratase de un perverso círculo vicioso, maldito.
De repente, el conductor que nos llevaba hizo un giro muy violento al lado de la carretera, paró en seco y nos gritó – Bájense, bájense. Luego regreso por ustedes -. Justo entonces nos bajamos del carro y corrimos hacia unos matorrales que estaban al lado de la carretera. Los policías ni siquiera nos vieron, o eso me había parecido a mí, por lo menos de eso traté de convencerme. Muchas preguntas cruzaron mi cabeza en ese momento de caos, un revoltijo de dudas surcó mi cabeza por una fracción de segundo hasta que me di cuenta de que mi mochila se había quedado dentro del carro. Adiós a mi medicina, mi comida y mis cosas. Afortunadamente, logré bajar mi chamarra, aunque pensándolo bien, no era buena idea llevar una prenda así en el desierto.
Nos adentramos en los matorrales: no había más que cactus, aquellas plantas extrañas, peligrosas y muchísimas moscas. Estábamos varados en medio de la nada, nuestra única compañía era la presencia del majestuoso y azulado cielo del mediodía. De las 17 personas que me acompañaban solo quedaron dos: Juan y Marcos. No tenía la más mínima idea de qué había sido de nuestro grupo, temí por ellos, esperaba que la policía no los hubiera atrapado, pero por cómo se veían las cosas, era lo más probable. En ese desierto donde las almas vagaban pérdidas, no había más que una ominosa y deprimente aura de soledad, una triste monotonía que era despedazada por una enorme y preciosa colina llena de vida y colores que se asomaba a lo lejos. Nos echamos en el suelo mientras veíamos hacia ella, no había nada más que hacer en una situación así. Noté que mis compañeros empezaban a sentirse preocupados, yo no entendía por qué; nuestro guía dijo que regresaría por nosotros, no tenía por qué desconfiar de él. Las horas pasaron. Comenzamos a sentir hambre, pero no había qué comer. Sentimos sed, pero no teníamos qué beber. Nos aburrimos, pero no teníamos nada qué hacer. En ese momento, nuestra única esperanza era que regresaran a buscarnos.
Nunca había estado en una situación como esa: hambriento y perdido en un territorio desconocido. Quién sabe, tal vez ese era mi castigo divino por no haber sido nunca un buen cristiano, quizá después de todo sí había un Dios y se estaba regocijando en ese instante de mi sufrimiento. En ese pequeño periodo de desesperación, decidí hacer algo que no había hecho en años: rezar. Pensé que mis palabras no serían ignoradas en esa ocasión, a diferencia de las veces anteriores. – Padre, por favor, te ruego que nos ayudes. Por favor, envía a alguien para que nos ayude – Me disponía a seguir, pero un “nadie viene” de Juan me hizo parar en seco, decidí no seguir perdiendo mi tiempo y mejor me acosté en el suelo, me clavé una espina enorme en la espalda, ignoré el dolor y me dispuse a dormir un rato. Me quedé mirando hacia el cielo. El no dormir bien por dos semanas había hecho estragos en mi cabeza, ya que me quedé dormido en cuanto reposé mi cabeza en el suelo.
Me desperté sudando, no había nadie: Otra vez me habían abandonado. Me paré de un brinco, vi la hora en mi teléfono, eran las cinco de la tarde, nos habían dejado ahí desde mediodía. Deambulé por unos minutos, necesitaba despejar mi cabeza. Encontré a Juan y Marcos sentados en un tronco unos cuantos metros de donde me había acostado. – No hubo suerte – dijo Juan, con visible tristeza en su rostro. – No van a venir. Nos vieron la cara de pendejos – dijo Marcos, con visible furia y odio. Yo no perdí la esperanza, era lo único que me quedaba. No sé por qué no sentí miedo, creo que para ese momento estaba un poco desensibilizado; el haber estado ya tantas veces en las gélidas fauces de la muerte muy probablemente no había hecho más que hacerme desear ese momento con alegría. En ese punto no me importaba morir: si me hubiera quedado en El Salvador habría muerto de todas formas. Morir ahí era preferible a morir a manos de esos pandilleros.
Para cuando la noche había llegado, nos habíamos resignado: fue muy duro aceptar que no iban a regresar por nosotros, que a pesar de haberles pagado miles de dólares, nos habían dejado tirados como si no fuéramos más que basura. A mi teléfono le quedaba muy poca batería, además, en esa área tan inhóspita no había señal ni para mandar un mensaje de texto. – Vámonos – dijo Juan. – Pero, ¿a dónde? – le respondió Marcos, todavía convencido de que nos vendrían a buscar – ¿Y qué si vienen y no nos encuentran? – dijo muy seguro de sí mismo. Decidimos que lo mejor sería salir de ahí, lo peor que podría pasar es que nos pusieran el dedo otra vez y nos deportaran.
Estaba muy oscuro, caminamos por el desértico campo entre enormes grietas y decenas de plantas espinosas, había que ser cuidadosos. Después de unos 30 minutos sin parar, llegamos a una pequeña intersección que parecía conectar con la carretera principal. A lo lejos logramos ver una casita rosada, parecía ser una tienda, justo como la que tenía mi abuela. Había gente afuera comprando pan y otras cosas que no alcancé a distinguir. En ese momento de esperanza, mis pensamientos se aclararon de golpe. Saqué mi teléfono, me quedaba el 8 por ciento de batería. En ese instante de adrenalina, me di cuenta de que tenía suficiente señal para hacer una llamada. Llamé a mi madre, ella contestó de golpe. Lo primero que escuché fue un frío grito que salió de su boca, cual sollozo, ella estaba horrorizada por lo que nos había pasado, pero al mismo tiempo estaba feliz de poder volver a escuchar mi voz. Dijo que llamaría en ese instante a Héctor, el titiritero. Inmediatamente después de haber dicho eso, mi teléfono se apagó: la batería se había agotado. Nos inundó el miedo a los tres, no sabíamos qué esperar de una interacción tan banal como esa. ¿Cómo nos iban a encontrar si ni siquiera alcanzamos a dar el más mínimo detalle de nuestra ubicación? Bueno, algo harían, o al menos eso era lo que esperábamos. Muy adentro de mí, por ahí en algún lugar de mis entrañas, ahí al lado de mi hígado, supe que todo estaría bien. Decidimos que regresaríamos al día siguiente a primera hora por la mañana para ver si el dueño de la tienda nos podría ayudar. Después de una larga e incómoda pausa, nos volteamos y regresamos a nuestro punto de inicio. La noche estaba siendo muy larga. Vaya noche tan horrible para estar vivo.
Este fue solo el comienzo, fue el primero de lo que serían siete días. Siete días en medio de ese lugar violento e inhóspito. Durante esos siete días muchas cosas ocurrieron, buenas y malas, como todo en la vida. Por suerte, en esa pequeña desventura pude conocer algunas almas bondadosas y caritativas que, de no haber sido por su ayuda, no estaría relatando estos eventos de la forma en la que lo estoy haciendo. Siete días fueron los que estuvimos perdidos, sin comida ni agua, sin apoyo y sin nadie que nos pudiera escuchar. Cada día que pasaba era un clavo más en mi ataúd, un arrepentimiento más, arrepentimiento por haber decidido realizar ese viaje funesto que no haría más que demoler mi esperanza. Esta experiencia me cambió para siempre, me hizo el hombre que soy a día de hoy y me permitió aprender una valiosa lección de vida: A veces la ayuda puede venir de las personas más inesperadas, la bondad está en todos lados. La gente cree que el humano es cruel y maligno por naturaleza, pero esta experiencia me hizo aprender lo contrario y darme cuenta de que en este mundo todavía hay personas solidarias con valores y principios de la más alta alcurnia. Continuaré esta historia cuando lo considere pertinente.